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La pintura mata la realidad

La pintura mata la realidad. La sepulta bajo colores que no existen, que nunca han existido. Hace mujeres de fuego sin familia ni futuro ni hombre, hechas para danzar, para entregarse al ardor, a la temperatura agitada que sólo es posible como aliento. Por eso no tienen cara, no sufren, no hablan, no se confunden con el amor, no salen a los cafés ni se debilitan con la lluvia. Las imágenes de Maura bajan a un arroyo de fuego, se enferman de una estridencia nueva como la flor temida, la sombra tras el cristal rendido, la herida que deja una que pasa.

Su pintura es un contagio, una adivinación y una sentencia enclaustrada en el vicio de gemir, de especular, de desatarse para otros. Es el rastro abierto por un enamorado en la pared, el asesino que siempre consigue lo que quiere. En un territorio donde no existe lo bueno ni lo malo, el arte reina, brilla y engaña como lo hace cualquier árbol, el hombre que nace ante la gracia de un cigarro o la mirada de una muchacha con audífonos que viaja por el metro.

Cuando el mundo sea una antorcha encendida y solitaria y las lágrimas alcancen al fuego, el arte abrirá su falda y mostrará el lago donde la belleza estuvo. Ese será el nombre que quemaba. Las pinturas besarán la boca de los dormidos, los colores se desnudarán como siempre. Y la verdad, esa batalla, esa danza, seguirá hasta donde el cuerpo aguante, es decir, hasta el grito, hasta el delirio que dice amor, que dice ven, ¿cómo te llamas?

 II

Los que vinieron antes no sabían. Qué van a saber de esta lentitud, de esta fragilidad del baile, de este acercamiento esparcido. Ellos trajeron la cultura, el vuelo barroco de las telecomunicaciones y la repostería ardiente que se acerca a los labios con su pecado.

El flamenco, el jazz son los nombres de sensaciones que suben a la imaginación como a un barco. Lo colorido de la tela salva al moribundo, le dice éste es el camino, entrégate.

Y eso hacemos. Vinimos aquí sin saber y así nos marchamos. La pintura es un gesto enrojecido, vehemente, que hace lo desconocido, aquello que elegante se ofrece con los pechos, las caderas y el sexo, el mismo que abre la puerta para que el paisaje regrese y con él el cuerpo de antes, la mujer y su recuerdo de oro. El viejo movimiento, la cadencia, la seducción de las figuras sin rostro, su alta figuración, su enigmática caricia, el vuelo resplandeciente de su asombro.

Edgar Liñán

 

De Amatlán a Paris
En la obra de Maura Muñoz Ledo esta implícito el elemento invisible, el primer ser divino hecho por si mismo: el tiempo. Deidad inerme, tan falta de cualidades y a la vez omnipresente. Deidad que gozamos y padecemos.

En su pintura se encuentran presentes, la vitalidad del agua, el color de la tierra, el follaje en todo su colorido de los ciruelos de Amatlán y de los castaños de Paris, el murmullo primaveral y lo efímero del silencio, como mensajeros de lo inconmensurable, se percibe la mezcla de la luz cálida que invade los espacios de la comunidad mexicana de Amatlán y la luz tenue del universo parisino. En esta integración de luces, por la que transita la artista mexicana, se puede descubrir el color de los senderos bordeados de deseo y de dolor que se van sumando en esos espacios por la sucesión de los actos humanos.

Maura Muñoz Ledo nos hace patente la cantidad de acontecimientos, de historias una dentro de otra, que en cada intersección del color se esconden otra cantidad de historias, indicandonos, de esa manera, espacios que están anegados de existencia, que tienen alma desde que se empezo a vivir y pasar la vida en ellos.

​Enrique Arriola
 

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